Hace algún tiempo, cuando escribía mi primer obra y llevaba unas sesenta páginas, entregué ese avance a un par de personas que no conocía. Eran un matrimonio de unos setenta y tantos años, no solo con mucha experiencia, sino con un bagaje cultural bárbaro.
Él, un Ingeniero jubilado, amante de la pintura, el teatro, la tauromaquia, la política social y por supuesto la literatura. Ella era una mujer de una mirada que transmitía una profunda paz; gustaba especialmente de las canciones francesas, pero no desdeñaba en lo absoluto a la ópera, la música clásica, el teatro y por supuesto, la literatura en diferentes lenguas, ya que la señora hablaba cinco idiomas, entre los que se contaban español, francés, alemán, inglés y el italiano.
Él, solía leer algo así como cuatro libros al año, mientras que ella gustaba de leerse un libro al mes.
Tuve la fortuna no solo de conocerles, sino que leyeran mis inicios en este complejo arte que es la escritura.
Al principio me citaron en un café por la tarde. Yo les había hecho llegar mi borrador impreso a través de un matrimonio, amigos míos, que pensaban que mi escrito hasta donde iba era bueno. Ellos le conocían por circunstancias que siempre nos ofrece la vida y que son poco importantes para la historia de esta entrada. El caso es qué, después de haber leído mis 60 cuartillas ambos pidieron conocerme y acudí a la cita que para mí era una especie de examen como escritor, pues obtendría la opinión de dos desconocidos con las credenciales que ya he comentado.
Estuvimos en el café casi por dos horas hablando de todo, excepto de toros (ya que me declaré un ignaro del tema y no deseaba mostrarme como un villamelón) y de mi borrador; parecía que el matrimonio se encontraba ahí con el simple propósito de platicar conmigo como persona y no como el autor de las hojas que ambos habían leído. Ya caída la noche, pedida la cuenta y pagada, me comentaron que si gustaba continuar la charla en su casa, invitación que no solo acepté con gusto sino con cierta emoción ya que pensé que ahí hablaríamos de mis fallos y posibles aciertos como escritor. Sería en casa del matrimonio donde seguramente con toda confianza podríamos enfocarnos en lo que habían leído y obtendría su opinión.
Al final, después de escuchar canciones francesas reproducidas en un gramófono, ver las pinturas de la sala, beber vino de Alsacia y fumarme un habano pregunté al matrimonio cual era su opinión respecto al borrador del cual yo era el autor. La respuesta que recibí me dejó una marca qué, aunque en ocasiones olvido, me ha llevado a continuar escribiendo.
—Termina el libro—dijo el Ingeniero.
Yo guardé silencio esperando cualquier otro comentario pero lo único que se dejaba oír era la voz de la cantante francesa que sonaba en el viejo acetato. Ante mi mirada expectante, seguramente acompañada de un claro gesto idiota, agregó:
—Un escritor tiene que escribir, así que escribe. Si estás contento escribe. Si te sientes triste, escribe. Cuando todo parezca gris y nublado, tienes que escribir. Si una idea te asalta de pronto, ve y plásmala en papel. Aún cuando te encuentres falto de ideas y tu cerebro se encuentre más blanco que las hojas, oblígate a escribir. Un escritor no es aquel que tiene un libro publicado, sino el que posee varios escritos en su haber. Un escritor como tú se forja únicamente con disciplina, creando.
Esa respuesta fue acompañada con una sonrisa por parte de su esposa y una mirada de profunda paz que hicieron que terminara mi primer novela y que ahora tenga un par de escritos más terminados, así como varios borradores en los que estoy trabajando.
Solo necesito disciplinarme.
Hermoso relato.
ResponderEliminarMOCOS...
ResponderEliminarEs un gran mensaje. Sabes, lo utilizaré para retomar y terminar la tesis. Muchas gracias.
ResponderEliminarA Los q pensamos q somos escritores...
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